1 COMENTARIOS 18/12/2022 - 09:14

El 8 de agosto de 1956 un accidente sucedido en la mina de carbón Bois di Cazier provocó un terrorífico incendio subterráneo en Marcinelle, Bélgica. Fallecieron 262 personas de diversas nacionalidades, aunque el mayor grupo eran inmigrantes italianos (136 víctimas), provocando una gran conmoción en la opinión pública europea pero, sobre todo, en Italia, al comprobar las malas condiciones de sus expatriados.

Tras la debacle social y económica que supuso la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), muchos ciudadanos del Viejo Continente se vieron obligados a recurrir a la emigración. En ese contexto, grandes masas de europeos se fueron a otros continentes o, de forma más minoritaria, se movieron entre sus países mediante puntuales acuerdos bilaterales, cuando la idea de la Unión Europea y la libre circulación de sus ciudadanos aun solo parecía un sueño inalcanzable.

Para trabajos como los de la minería, el servicio doméstico u otros trabajos duros de la industria, Bélgica había firmado un acuerdo en 1946 con Italia, que aprovechaba este pacto para enviar principalmente a trabajadores poco cualificados del sur del país. Se calcula que en torno a 50.000 italianos fueron a trabajar a las minas, donde eran conocidos, de forma despectiva, como los “maccaroni” (más tarde a los españoles los llamarían los “barrenderos de Europa”).

Tras la catástrofe de Marcinelle y en protesta por las condiciones de sus trabajadores, Italia rompió el convenio con Bélgica, que encontró un fácil reemplazo en la España franquista. Este tipo de soluciones no solo permitían aliviar la carga demográfica interna a la dictadura, sino que proveían a la economía nacional de la valiosa fuente de ingresos de las remesas que enviaban los emigrantes a España. De manera que a partir de 1956 empezaron a trasladarse muchos españoles a Bélgica para cubrir puestos de trabajo poco deseados por los belgas. Las condiciones, incluso en las minas, no eran peores a las que se tenían que enfrentar en España y los salarios eran mucho más elevados. En ese flujo, que se intensificó a principios de los años sesenta, también se unieron canarios, como el lanzaroteño Leandro Perdomo Spínola (1920-1993).

Hasta aquí nada nuevo dentro de la tradicional emigración canaria, especialmente amplia en Lanzarote y Fuerteventura, islas “menores” y ancestralmente pobres que han vivido una “auténtica diáspora”, en palabras de un especialista como el geógrafo Antonio Macías, quien destacaba en sus investigaciones que estas ínsulas históricamente tuvieron tasas tres y siete veces superiores a la media canaria. Lo que hace un poco especial este capítulo es que contamos con un testigo excepcional en la figura del escritor y periodista Leandro Perdomo. La emigración es un tema universal de la humanidad y una constante histórica de enorme relevancia para el Archipiélago, pero del que en muchos casos se carece de documentación directa, provocando la pérdida de un legado social de especial importancia y de difícil recuperación. Esa falta de fuentes es bastante lógica si se tienen en cuenta las habituales dificultades vitales de los migrantes o la separación que con frecuencia provoca este fenómeno. Sin embargo, la obra de Leandro Perdomo nos deja un testimonio de primera mano, que además tiene el interés de ser a Europa, un destino menos habitual que América para los canarios. Aprovechando que el 18 de diciembre se celebra el Día Internacional del Migrante vamos a detenernos en este caso.

Leandro Perdomo, retratado con sus hijos en Bélgica. Imagen cedida por el Archivo Municipal de Teguise.

El periódico ‘Volcán’

Con tan solo 25 años, Leandro Perdomo promovió una efímera hoja deportiva en plena posguerra y en una isla tan poco propicia para el desarrollo de la prensa en ese momento como Lanzarote. Seguidamente se aventuró a dirigir Pronósticos (1946-1948), un periódico local radicado en Arrecife que destacó por su inusual visión realista de su época y por su afán literario. Precisamente por la escasez de papel a la que se enfrentó el Pronósticos, Perdomo tuvo que marchar a Las Palmas en 1946, iniciando un periodo de emigración y escasez que se prolongaría durante años. Aunque logró publicar sus primeros libros de relatos, la falta de oficio estable en Gran Canaria y el aumento de la familia motivó a Perdomo a probar suerte en Bélgica en 1957. Años después describiría crudamente el ambiente que se vivía por las islas en la dura posguerra: “una sociedad egoísta y ramplona, donde el rico odiaba al pobre, el burgués capitalista al obrero desarrapado, el de arriba al de abajo. En los barrios de Las Palmas yo había visto morir a niños barrigudos con las patitas arqueadas, del hambre”.

Leandro Perdomo comenzó a trabajar en los puestos más duros, como “obrero de fondo no cualificado”, tal y como le pasaba a todos los españoles recién llegados a las minas belgas. Era un trabajo especialmente duro en el “otro infierno”, como lo denominaba Julio Viera, compañero de andanzas del escritor lanzaroteño, quien relataba condiciones penosas y arriesgadas. Según su propio testimonio, de los 200 canarios que fueron en los primeros viajes, tan solo el 10 por ciento continuaba en el puesto a los tres meses.

Tras dos años en la mina alternando turnos de noche y de día, Leandro Perdomo enfermó de bronquitis crónica y obtuvo la inutilidad para trabajos de fondo. Con sus 6 hijos y su mujer ya instalados en Bruselas, Perdomo pasó por diversos trabajos en la construcción, el sector textil o la distribución, hasta que le fue diagnosticada una depresión y consiguió el subsidio de desempleo. Amante de las letras y del sentido bohemio de la vida, parte de la recuperación de Perdomo ante este trance pasó por arriesgarse y poner en marcha un nuevo periódico en 1963: Volcán. La intención de su fundador y director era, como declaraba en el editorial del número 1: “brindarle a la colonia española radicada en estas tierras un órgano cultural (...), darle a todos, a todos los españoles que un día fueron obligados a alejarse de la patria en busca de mejores horizontes, un medio de expresión y comunicación espiritual”.

Los primeros años de Volcán estuvieron marcados por la precariedad, pero poco a poco el periódico se fue consolidando, llegando a tener altos números de ventas en Bélgica y otros países del entorno, junto a una sólida presentación formal. La cabecera destacó sobre todo por su vocación como medio de apoyo al emigrante español, con abundante información práctica sobre trámites de residencia, derechos laborales, demandas profesionales, servicios de asistencia disponibles, noticias nacionales, entrevistas con emigrantes o visitantes ilustres, etc. Junto a este tipo de información, el periódico, que mantuvo una línea ideológica neutral y se nutría de pequeños anuncios de comercios españoles instalados en Bélgica y más tarde de empresas de mayor categoría, ofrecía muchas noticias y reportajes culturales y sociales de la comunidad española, además de textos literarios y culturales de colaboradores nacionales, temática muy del gusto de su director.

Nosotros, los emigrantes

Aunque dirigió varios periódicos, Leandro Perdomo no fue un informador al uso, sino más bien un “escritor de periódicos”, como lo definió Fernando Gómez Aguilera, el principal investigador de su obra. Efectivamente, la obra más personal y valiosa de Perdomo fueron las crónicas que fue publicando en diversas cabeceras durante varias décadas. Relatos en los que entrelazaba su experiencia personal, con su peculiar manejo de una escritura siempre empapada del mejor saber popular y de un rico sentido de la ironía.

Dotado de un personal olfato humano y de un estilo literario muy apegado a la tradición oral, el director de Volcán publicó varias recopilaciones de estos cuentos cortos en formato libro. Uno de ellos fue Nosotros, los emigrantes, donde reunió relatos inspirados en las personas que conoció durante su periplo europeo, aumentando su testimonio sobre la emigración y su voluntad de insuflar dignidad a algunos de los sectores sociales menos favorecidos de su época.

En este libro, recientemente reeditado por Ediciones Remotas, Leandro Perdomo contaba algunos casos de relativa prosperidad que conoció en sus años de estancia en Bélgica, pero sobre todo retrataba el lado más amargo de la experiencia migratoria: hombres y mujeres que sucumbían al alcohol o a las tentaciones adictivas, expatriados que sufrían depresiones y problemas emocionales, trabajadores que vivían en la precariedad y el aislamiento, personas que sentían nostalgia de su país de origen pero que no querían volver porque no habían cumplido las expectativas de riqueza con las que habían salido, etc. En definitiva, crónicas del desarraigo que provoca la emigración y que no siempre se quieren escuchar, pero que siguen estando de plena actualidad en el siglo XXI.

Comentarios

Conocí las terribles emigraciones, casi masivas de los majoreros, huyendo de la terrible miseria que padeçía la isla... fines de los cincuenta, años sesenta... A Gran Canaria y Tenerife sobre todo, primero, y al entonces Sahara Español, sobre todo. A las dos primeras, ver salir del pueblo camiones cargados de familias enteras, rumbo a los puertos para ser trasladas hasta las plantaciones de tomatero.. ¡ qué solos quedaban los lugares de los que se iban! Al Sahara, la salvación de los majoreros en esos horribles años, primero partían los hombres, y luego mujeres e hijos: hubo una gran colonia majorera en El Aaiun sobre todo. Desde allí, los emigrados hacían posible la existencia a sus familiares que quedaban todavía en Fuerteventura.

Añadir nuevo comentario