EL PERISCOPIO
Por Juan Manuel Bethencourt
Todos somos palmeros. La factura de la reconstrucción la pagaremos entre todos
Cumplidas las siete semanas desde el inicio de la erupción volcánica en La Palma, comenzamos a asumir las repercusiones que tendrá para la Isla en las próximas décadas. Igual sería adecuado extender las consecuencias al Archipiélago en su conjunto, porque gobernar Canarias es, nunca lo olvidemos, cuestión de vasos comunicantes. Esto hay que destacarlo precisamente ahora, cuando las islas más dañadas por los cierres de la pandemia, Lanzarote y Fuerteventura, miran el futuro con un renovado optimismo.
Así es el mundo contemporáneo: las dos islas orientales, que sufrieron una caída del 30 por ciento en su PIB el año pasado, el más crudo del Covid, muestran un saludable vigor en su recuperación turística. Y el territorio menos dañado por la pandemia, en términos tanto sanitarios (contagios siempre bajo mínimos) como económicos (caída del 13 por ciento, muy por debajo de la media autonómica), se ve ahora sumido en una experiencia traumática a la que no se le adivina final, porque los pronósticos de los geólogos rezuman sinceridad: nadie sabe cuándo terminará el proceso volcánico en La Palma y, mientras el mismo se mantenga activo, la suma de hectáreas ocupadas por las coladas no dejará de crecer.
Un uno por ciento de la superficie de la Isla puede ser mucho o poco, según se mire, pero en el plano cualitativo es un cambio traumático con incidencia para una generación. Todos somos palmeros en este caso, y no solo en el plano emocional. La factura de la reconstrucción la pagaremos entre todos, y además es bueno que así sea, porque los propósitos compartidos hacen más fuerte a una comunidad de iguales.
La unidad política parece un requisito esencial para abordar todo lo que viene. Se ha dicho por activa y por pasiva y, mal que bien, hasta ahora el mensaje dominante es el de concordia ante la erupción volcánica. Es normal. Los propósitos bienintencionados no durarán siempre, y tampoco es imprescindible. La gestión de la catástrofe será otro cantar, aunque sería deseable no caer en los rápidos mortales del ventajismo que han marcado las dos grandes tragedias de la sociedad española en los últimos veinte años: el atentado terrorista de Madrid en 2004 y la pandemia de Covid. En ambos casos, la utilización sectaria y partidista del dolor colectivo fue moneda de uso corriente desde el primer momento, con funestas consecuencias para la calidad del debate cívico en el país.
En el caso de la erupción volcánica de La Palma, es obvio que la gestión de la emergencia primero y la reconstrucción después va a ser mirada con lupa, cosa que no está mal, tanto para aquellos que quieran acumular medallas como para quienes pretendan dibujar el caos como escenario global. La gran lección a tomar en este caso es cómo diferenciar la crítica fundada en realidades y datos (en la entrega de ayudas de emergencia, en los realojos de los afectados y, más a largo plazo, en la ejecución de las obras de reconstrucción) de la simple escandalera sobre la gestión de asuntos que son, todos, de extrema dificultad.
Valga un ejemplo al respecto: ninguna administración ha abonado ayudas económicas inmediatas a los afectados. Ni el Gobierno central de las visitas ministeriales a gogó ni los ayuntamientos que han recaudado unos millones de euros procedentes de la solidaridad colectiva. Así que el margen de mejora es notable en el punto de partida, y desde esa certeza no hagamos de la postcatástrofe un nuevo ejercicio de cinismo político.
Vivimos tiempos inestables, inciertos, en los que la mirada sobre el presente resulta difícil y las perspectivas no son esperanzadoras. Quien pretenda proyectar sobre este momento un mensaje de optimismo lo tiene muy difícil, porque no estamos en los años ochenta, la década alegre del Fin de la Historia, ni en esos primeros años de este siglo, marcados por la orgía económica en forma de deuda y delirios de grandeza.
Ahora contemplamos la década que acaba de comenzar con dos referencias pasadas en la mente: a los locos años veinte, tránsito entre tragedias, acudimos cuando nos ponemos juguetones y optamos por vivir el día a día; y en el reverso de la moneda aparecen los setenta del siglo pasado, como exponente de la depresión económica vinculada a los precios en constante ascenso, la escasez material como consecuencia y el fin del optimismo baby boomer. Y lo peor de todo es que los tiempos actuales son mucho más complejos que aquellos de los que tomamos lecciones, por la simple razón de que son más rápidos y la interrelación planetaria es también muy superior.
Esta realidad genera círculos virtuosos y viciosos como si fueran espasmos, una situación que las sociedades toleramos generalmente mal, como demuestran el descontento generalizado y el auge de los populismos de toda estirpe, capaces siempre de identificar culpables, pero nunca soluciones. El ciclo electoral permanente, otro rasgo de estos tiempos atribulados, juega en contra de la fijación sensata de objetivos, porque la política de hoy, estresada por el cortoplacismo, devora liderazgos a velocidad de vértigo. Nadie, tampoco en Canarias, debería sentirse a salvo en su poltrona.
“La política significa horadar lenta y profundamente unas tablas duras con pasión y distanciamiento al mismo tiempo. Es completamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que no se conseguirá lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo imposible una y otra vez”, dejó escrito hace un siglo Max Weber, el gran teórico sobre la democracia contemporánea. ¿Tienen claro los líderes políticos con verdadera influencia en Canarias que no atravesamos los tiempos frívolos del pasado reciente, y que es precisa una aproximación acorde con lo que ha vivido la sociedad isleña en el último año y medio como poco? Es una pregunta que me hago todos los días, y me atormenta un poco.
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