CULTURA

El afinador de cencerras

En su casa de Vallebrón, Juan Vera tiene más de 200 piezas, joyas de la tradición ganadera

Concha de Ganzo 0 COMENTARIOS 13/11/2022 - 07:46

Dice Juan Vera que mientras haya cabras habrá cencerras y también gente caprichosa como él, siempre dispuesta a dar mucho dinero a cambio de conseguir una nueva pieza. Aunque no las ha contado, en su casa de Vallebrón tiene más de 200 cencerras. Piezas de museo que cuida con el mimo que merecen estas joyas. Cada una de ellas ofrece un sonido distinto, un soniquete peculiar que Juan Vera reconoce a distancia.

En su casa de Vallebrón, rodeado de montañas traviesas, grandes, efusivas y siempre acogedoras, Juan Vera guarda el tesoro más inesperado. No lo esconde en ningún baúl, ni existe un mapa secreto que indique el camino. Solo hay que atravesar el patio en el que descansan alborotadas sus siete cabras y dos baifos -llegó a tener 300- y seguir avanzando acompañados del cacareo de las gallinas hasta llegar a una puerta cerrada.

Dentro, colgadas de un palo largo cerca del techo, aparecen en una secuencia indescriptible un conjunto variopinto de cencerras. Juan Vera las lleva coleccionado desde niño. No se olvida de las once cencerras con ese badajo de madera de tea, la mejor madera, que le regaló su tío Felipe. Y después él siguió con la afición, con esa pasión que pocos entienden por tener, cada vez, más piezas.

Todas en apariencia mantienen una forma similar, algo tosca, ancladas en un cinto de cuero que hace las veces de collar, pero todas, y ahí reside la magia, con un toque distinto. Juan, a sus 85 años, es capaz de distinguir el sonido de cada una de ellas, con el primer tañido. Los primeros acordes de una obertura, el comienzo vibrante de un concierto en medio del campo, entre arbustos, senderos, cabras que se entrecruzan y, aun así, él sabe, que esa, la cencerra que se escucha a lo lejos la lleva su berrenda, y aquella otra cuelga del cuello suave de la endrina, esa cabra traviesa, de color marrón, canelosa, capaz de perderse entre los riscos más atravesados tratando de localizar las hierbas más frescas.

Y así una tras otra, en una sucesión de notas, de repiqueteos densos, acordes que hace años llegaron a formar en Fuerteventura un mapa sonoro. El mapa de la música que interpretaban cada una de las cabras de los distintos ganaderos de la Isla. Entonces no había lugar para equívocos, cada uno de ellos se sabía de memoria cómo sonaban sus cencerras. Igual que un violinista ciego es capaz de reconocer entre todos los instrumentos de la orquesta cuándo aparece su violín, los ganaderos reconocían el tintineo singular de sus cencerras.

El secreto, en el badajo

Para Juan Vera de León lo mejor del día, y casi lo mejor de su vida, ha sido y sigue siendo salir a la puerta de su casa y ponerse a escuchar. Levanta el mentón, busca la dirección del viento y entonces entre la brisa llega el soniquete que tanto conoce. En esos momentos no se cambiaría por nadie.

Pocos entienden esa pasión loca, tal vez solo los que aprecian la buena música, los destellos singulares de unas piezas hechas de metal, con forma de campana, y debajo colgando en medio de ese vacío, el badajo de madera, al que hay que cuidar y limar. El sonido viene de ahí, de la pericia con la que el afinador de cencerras sea capaz de darle forma a ese péndulo sonoro que a veces suena a campana de iglesia y otras a campana de catedral gótica, pero siempre suena distinto.

Juan Vera ha sido ganadero, obrero en El Aaiún y camionero en Libia

Juan Vera dice que mientras existan cabras habrá cencerras y gente caprichosa como él. Gente capaz de pagar 120 euros o más por lograr una de estas joyas sonoras. Todavía se acuerda perfectamente de cada uno de los trueques que se atrevió a hacer. A Vicente Cabrera de Lajares le pagó 30.000 pesetas (180 euros) por dos cencerras, y a Basilio Fuentes le prometió darle una oveja a cambio de una pieza: “Fue oír a una de sus cabras y quedarme loco. Sonaba igual que la campana de una iglesia”.

La vida de Juan Vera de León no ha sido fácil. En realidad, ha podido disfrutar muy poco de su pasión por las cencerras. Como la mayoría de majoreros de su edad tuvo que trabajar desde pequeño en el campo, con el ganado, después con 15 años se marchó a La Oliva y se puso a hacer carreteras. Recuerda como los peores años de su vida los de la posguerra. En los años cuarenta no había nada, o tan poco, que no vale la pena ni acordarse de aquello. Y siguió tratando de salir adelante, sin atajos.

Ha estado en El Aaiún y en Libia. Fue obrero, de pico y pala, camionero, arrancó alfalfa y en los ratos libre cuidaba de sus cencerras. Cada vez que podía acudía a ese lugar secreto, a ese cuarto pequeño con un palo largo de madera desde el que cuelgan sus tesoros: la ristra de cencerras que mira y manosea. Después agita en el aire y escucha. “Mira”, dice, “ves, esta suena diferente”. Entonces, sin dudarlo es capaz de contarte la historia de esa pieza, cuándo la compró, o quién la diseñó, y si lo hizo él, vuelve a tocar el badajo de madera: “Hay que saber cómo hacerlo, antes tardaba unas horas, ahora ya hace tiempo que no hago ninguna, pero no pierdo la ilusión”.

Los ojos que no ven, que no saben, solo distinguen una hilera de cencerras agarradas a cinturones de cuero raído que cuelgan de un palo de madera. Juan Vera de León ve otra cosa. Él siente que está delante de piezas de museo. Como un gran afinador de objetos selectos puede detectar con los dedos de la mano quién fue el hechicero que cinceló la pieza. En qué lugar de la Isla se fabricó, con qué metal se pertrechó el caparazón que la recubre. Entonces, vuelve a juntar los dedos, mueve la campana que hace de armazón y el badajo hace la magia.

Imágenes

Añadir nuevo comentario