OTRA HISTORIA DE CANARIAS
Por Mario Ferrer
Una de las erupciones más fuertes de los últimos siglos sucedió en Lanzarote, sepultando parte del pasado de la Isla y cambiando su futuro
La reciente erupción de La Palma ha vuelto a recordar uno de los episodios volcánicos más fuertes de los últimos siglos, el que sacudió Lanzarote entre 1730 y 1736. “El uno de septiembre, entre las nueve y diez de la noche, la tierra se abrió de pronto cerca de Timanfaya a dos leguas de Yaiza. En la primera noche una enorme montaña se elevó del seno de la tierra y del ápice se escapaban llamas que continuaron ardiendo durante diez y nueve días” Así comienza uno de los textos más conocidos -y también controvertidos, porque se perdió el documento original y la versión que se extendió sufrió varias traducciones poco ortodoxas- de la historia de Lanzarote; el diario del cura de la localidad de Yaiza en 1730, Andrés Lorenzo Curbelo.
Más de veinte volcanes estallaron en diversas fases en Lanzarote durante casi seis años (algunos autores como Agustín Pallarés han señalado que fueron cinco años, aunque hay cierto consenso con la cifra de seis), intercalando etapas de gran actividad con meses de calma, para terminar afectando a más de 200 kilómetros cuadrados de la geografía de Lanzarote, el 23 por ciento de la superficie insular, una extensión casi equivalente a la de la isla de El Hierro. Hay estimaciones que calculan que las erupciones del siglo XVIII volcaron mil millones de metros cúbicos de nuevo material a la isla: 1.000.000.000 metros cúbicos. En 2018 se publicó un artículo científico que demostraba la huella de los gases liberados por Timanfaya en los bosques más antiguos de los Pirineos.
Pero más que por cifras, la relevancia de estas erupciones estuvo en que cambiaron por completo la dinámica histórica que tenía Lanzarote hasta la fecha. Para bien o para mal, lo indudable es que los volcanes cambiaron el futuro y el pasado de la Isla. Las consecuencias fueron tan devastadoras inicialmente, que las autoridades de la época llegaron a prohibir a sus habitantes que salieran de la Isla, ante el miedo de que se quedara despoblada. De hecho, uno de los principales destinos fue Fuerteventura, especialmente en su zona norte, donde se ha estudiado un gran aumento de apellidos de origen lanzaroteño en los padrones de la época y un fuerte incremento de la población justo después de las erupciones. En Fuerteventura también hay referencias de pueblos donde cayó ceniza del volcán.
Tampoco andaba sobrada de población Lanzarote, una isla que se había ganado una merecida fama de maldita. Desde su conquista por parte de normandos y castellanos, apenas se habían logrado instalar unos pocos miles de isleños, ante los frecuentes ataques piráticos, los abusos de los señores feudales que comandaban la Isla y, sobre todo, el perenne desafío de buscarse la vida en un territorio tan seco y árido como Lanzarote, donde las sequías eran dramáticas. A aquellos problemas se les unieron los volcanes a partir de 1730, destrozando algunas de las vegas cerealísticas más valiosas.
En algunas zonas, ‘el volcán’, término con el que se conoce tradicionalmente en Lanzarote a todo lo relacionado con las erupciones, cubrió terrenos con capas de lava petrificada que en algunos casos llegaron a las decenas de metros de altura, mientras en otras áreas apenas cubrió un poco la superficie o, simplemente, las llenó de una ceniza volcánica llamada científicamente lapilli, aunque popularmente es más conocida como picón o arena. Por ejemplo, la ermita de la Caridad, situada en La Geria, tuvo que ser desenterrada a fuerza de brazos y palas de entre toneladas de rofe, pero muchísimos elementos del patrimonio cultural y territorial de esos kilómetros no tuvieron esa suerte y quedaron sepultados para siempre.
Timanfaya. Foto: Adriel Perdomo.
Antes del volcán
Bajo la lava quedaron enterrados muchos ricos testimonios del devenir histórico de Lanzarote. Para empezar, las huellas que había dejado en esta zona la población aborigen de la Isla, los majos: asentamientos, casas hondas, inscripciones, cerámica y muchos elementos de los que tenemos constancia por documentos anteriores, descubrimientos en investigaciones arqueológicas o la propia toponimia.
Las huellas de los volcanes de Lanzarote llegaron hasta los bosques de los Pirineos
No debemos olvidar que los majos habitaron Lanzarote al menos 1.500 años antes de la instalación de los europeos y, sobre todo, que las áreas que cubrieron los volcanes eran de las más prósperas, siendo prioritarias en los siglos posteriores a la conquista, donde se mezcló lo poco que quedaba de la población aborigen con colonos peninsulares (andaluces, portugueses, castellanos) y una amplia porción de moriscos llegados con las frecuentes razias.
Cuando estallaron los volcanes, la demografía de la Isla estaba en torno a 6.000 habitantes. La investigadora Carmen Romero estima que el 57 por ciento de la población de Lanzarote se vio afectada directamente por los volcanes, que invadieron total o parcialmente 26 aldeas, muchas de las cuales desaparecieron por completo: Chimanfaya, Santa Catalina, Mancha Blanca, Tíngafa, El Chupadero, El Rodeo, Maso, Jarretas, San Juan, Maretas, Peña Palomas, etcétera.
El arqueólogo José de León afirma que cinco de los ocho pueblos más importantes de la Isla sufrieron las erupciones, llegando a desaparecer por completo tres de ellos. El historiador Pedro Quintana ha incidido en que muchos de los pueblos sepultados acogían un sector especialmente activo en la economía de la Isla. Lanzarote sufrió gran cantidad de cambios. Mucha población emigró, pero también se reorganizó dentro de los límites insulares, con poblados como Mancha Blanca, que se refundó; La Geria, que se reconstruyó, u otros que aparecieron de nuevo, como Tías.
Además de las tierras de cultivo y las viviendas habituales de los aldeanos, debajo de la lava quedaron muchos elementos patrimoniales y arquitectónicos destacados, que han sido estudiados especialmente por José de León Hernández es su tesis doctoral Lanzarote bajo el volcán, también publicado como libro. En esa obra de investigación se citan al menos tres ermitas, varios oratorios y capillas, una cilla (edificación para la recogida colectiva de grano), diferentes casonas y palacios que desaparecieron para siempre, a los que habría que unir un altísimo número de construcciones con funciones domésticas o económicas: hornos, taros, tahonas, gambuesas, corrales, eras, paseros, tegalas, sises, caleras o canteras.
La gran superficie que cubrieron los volcanes también albergaba muchos ejemplos de arquitectura del agua (maretas, aljibes, pozos) y de infraestructuras comunes como caminos o veredas, destacando especialmente el Puerto Real de Janubio, que se encontraba donde hoy están las salinas.
La Ermita de La Caridad en La Geria, desenterrada del rofe.
De maldito a bendecido
Los territorios están en continua transformación, no solo cuando estallan los volcanes. Poco después de las erupciones, Lanzarote comenzó a vivir una mutación gigante y manual del territorio limítrofe al volcán, para aprovechar agrícolamente los beneficios del picón o rofe, una ceniza que permitía cultivar frutales como viñas, higos, morales, etcétera. Ante los escasos réditos de la agricultura de secano, generaciones de campesinos modificaron miles de hectáreas poniendo rofe sobre la tierra madre a fuerza de brazo y camello. Un esfuerzo titánico, pero necesario, para escapar de las malas pasadas de las sequías.
Se llegó a prohibir salir de la Isla en las erupciones ante el miedo a que se despoblara
Ciertas fuentes señalan que fue el obispo Manuel Dávila y Cardenas quien descubrió las condiciones del rofe, pero también hay claros testimonios de su empleo anterior en el norte, en la zona del Volcán de la Corona. En cualquier, caso, lo que es indudable es que a partir de Timanfaya gran parte del centro de la Isla se pasó al sistema de enarenado artificial, multiplicando los resultados agrícolas y comerciales, lo que produjo un crecimiento económico y demográfico, de tal manera que Lanzarote no solo recuperó su población en pocas décadas, sino que la vio crecer.
Cambios más sorprendentes llegaron en los siguientes siglos. El paisaje volcánico, siempre visto como sinónimo de muerte y destrucción, adquirió valores estéticos positivos en el siglo XX, de la mano de autores como Pancho Lasso y César Manrique, conectados a su vez con nuevas corrientes artísticas de la época. El volcán era ahora pureza, originalidad, belleza telúrica. A esta nueva revaloración le acompañó el apoyo de una nueva industria, el turismo, que rentabilizó económicamente la nueva concepción plástica de las erupciones. Paradojas del destino: hoy los turistas pagan por ver la huella de los volcanes que destrozaron la Isla y Timanfaya es uno de los parajes más protegidos y valorados de Lanzarote.
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