Torrero políglota y vocacional, la existencia le dio a Agustín Pallarés para logros insólitos: subir todas la montañas de la isla, crear un idioma o ser un erudito autodidacta de referencia
Adiós al hombre faro
Torrero políglota y vocacional, la existencia le dio a Agustín Pallarés para logros insólitos: subir todas la montañas de la isla, crear un idioma o ser un erudito autodidacta de referencia
Una de las utopías del siglo XX fue el esperanto, una lengua creada de forma “artificial” con la intención de que fuera fácil de aprender y así ayudar a una mejor comunicación entre los pueblos. Aunque no ha triunfado masivamente como idioma internacional, hoy el esperanto tiene varios millones de hablantes y está presente en los traductores de Google y Facebook, y han surgido otros idiomas artificiales similares, como el “interlingua”. Agustín Pallarés no solo hablaba con soltura esperanto e interlingua, sino que también había creado su propio idioma, combinando características de ambos (“esperlingua”, lo llamaba). Pallarés no lo hacía por petulancia sino por desafío intelectual y porque creía que su versión funcionaba mejor. Así era Pallarés, desde su casa del barrio arrecifeño de Valterra había creado una nueva lengua. Hablamos de una personalidad de este tipo.
Con Agustín Pallarés me voy a saltar un principio que tengo bastante establecido y que dice que hay que rechazar los artículos que hablan de un autor dejando a un lado su obra, para centrarse en su hazañas y peripecias personales. Estoy cansado de encontrarme textos que más que de historia cultural, parece que son la crónica rosa de la cultura. Sin embargo, en este caso, les pediré que me dejen hacer una excepción. No es que sus libros y textos no me parezcan interesantes, lo son y mucho, pero es que su travesía vital y su personalidad eran tan singulares, que me parece que deben ser contadas, aunque sea en mínimos detalles.
El abuelo y el padre de Agustín Pallarés fueron miembros de la ilustre estirpe de los fareros, o más bien faristas y torreros, como prefería llamarlos Agustín. Entendían que su trabajo en faros de mar tenía un gran componente intelectual e iban con sus amplias bibliotecas de un destino a otro. De casta le viene al galgo dice el refrán, pero en el caso de Agustín Pallarés esa vocación fue total, probablemente incentivada también por la niñez que le tocó vivir. Su padre se significó con sectores de izquierda antes de la Guerra Civil, por lo que tras el levantamiento militar de 1936, tuvo que pasar un año en el campo de concentración de Gando, en Gran Canaria. Al salir, el jefe de faros de la provincia, que era amigo suyo, le comentó al padre de Agustín Pallarés que el mejor destino al que se podía ir era el que estuviera más alejado, es decir, el faro de Punta Delgada, en Alegranza, un islote solo poblado por una o dos familias de medianeros y la del torrero de turno.
Con nueve años y en medio de las terribles condiciones de la guerra civil y la posguerra, Agustín Pallarés llegó por primera vez a aquella ínsula anclada en un bravío rincón del Atlántico. Entre 1937 y 1943 su familia solo pudo salir de Alegranza dos semanas, por enfermedad de uno de los hermanos. A veces los barcos de suministros no podían ni atracar. Sin embargo, nuestro protagonista recordaba aquellos años como algunos de los más felices de su vida. Lejos de considerar a Alegranza casi como un destierro, para una mente como la de Pallarés, aquello era algo cercano el paraíso: un aula abierta para ver cada día flora, fauna, mar o geología en todo su esplendor. Su curiosidad infinita se pudo desarrollar con libertad, al tiempo que conectó íntimamente con la vida solitaria, pero muy necesaria para la navegación, de los legendarios torreros de faro.
No solo el territorio de Alegranza daba mucho incentivos, sino que su padre tenía consigo su amplia biblioteca. Aquel niño siempre recordó los libros de Dumas, Verne y demás autores de los que se empapó en el faro de Punta Delgada. Hay otra anécdota de esta época que cuenta mucho de la personalidad de Pallarés: por casualidad sus hermanos y él encontraron una carta escrita en francés que el océano había llevado en una botella hasta la costa. Aquel encuentro fortuito llevó al joven Pallarés a interesarse por el francés, que aprendió mediante métodos por correspondencia postal y escuchando la radio del faro, como luego hizo con el inglés.
Antes de que el turismo lo cambiara todo, Pallarés eligió estudiar para ser Técnico de Señales Marítimas, es decir, torrero. Su sueño era volver a Alegranza, como así logró entre 1956 y 1991, tras pasar por otros faros previamente. La de torrero también era de la pocas salidas a las que podía optar Pallarés. Si le hubiera tocado otro contexto histórico o geográfico su campo natural hubiera sido la ciencia. Es otra de la curiosidades de este hombre; un ser exhaustivo y metódico hasta la médula al que, sin embargo, le tocó una vida de novela de aventura, un romántico de alma sistemática y cuadriculada. Su vida tiene algo de quijotesco, aunque sería un Quijote que en vez de imaginar y luchar contra gigantes, se pararía a analizar y estudiar el funcionamiento de los molinos. Los estereotipos no servían con él.
Cuando el turismo empezó a asomarse a Lanzarote en los sesenta, él era de los pocos que manejaba bien los idiomas en la isla, lo que le permitió convertirse en guía turístico y, a su vez, empezar a documentarse en profundidad sobre la historia y la geografía de Lanzarote y sus islotes. No solo eso, por esos años, ya el faro empezó a automatizarse, por lo que no debía pasar tantos días en Alegranza y tenía más tiempo para documentarse y escribir. Ahí arrancó con fuerza su faceta de investigador y divulgador autodidacta. Comenzó a escribir en periódicos locales y regionales, para más tarde publicar artículos en revistas especializadas y adentrarse en diversas disciplinas: toponimia, geografía, historia, arqueología, lengua... Su producción es muy amplia, no paró de escribir durante más de cincuenta años (cuando la prensa en papel entró en crisis, se montó un blog: http://agustinpallares.blogspot.com/).
Pallarés fue un rara avis para su entorno, un enamorado de las letras y la ciencia en unas islas poco propicias para la investigación y en una etapa de dura posguerra. Lejos de aprovechar esas décadas para dedicarse al pasatiempo de moda en la isla (comprar y vender apartamentos) se enterró en bibliotecas, se dedicó a recorrer todos los pueblos de la isla preguntando por la toponimia y se preocupó por examinar todos los rincones geográficos de estas ínsulas. Presumía de haber subido todas las montañas de Lanzarote, aunque acto seguido pedía disculpas por esa “inmodestia”, admitiendo que estaba muy orgulloso de esa hazaña. Como dijo en una presentación de un libro su sobrino Ginés Díaz, fue un “titán de la cultura” en Lanzarote y alrededores. Aún así, Pallarés era un outsider para una parte de la intelectualidad canaria (aunque no todos, grandes nombres como Tejera Gaspar y Maximiano Trapero trabajaron con él). Era un erudito autodidacta, local e independiente, al que muchos universitarios miraban con recelo, más después de que en los años 70 protagonizara una viva polémica en la prensa regional por su rescate de una antigua teoría sobre el poblamiento de Canarias que hoy en día tiene numerosos seguidores. Pero a Pallarés la academia y los reconocimientos le importaban bien poco, en realidad ya podía venir un catedrático de Oxford que si no lo convencían sus razonamientos, Agustín no iba a cambiar ni una coma de sus textos.
Memorable era su enfado con Ignacio Aldecoa por la descripción del torrero borrachín que aparece en “Parte de una historia”. Uno de los mejores escritores españoles de la posguerra se inspiró en la vida en La Graciosa y sus islotes para este novela, pero Pallarés se tomaba aquel texto como una falta de respeto hacia él, que había recibido a Aldecoa en Alegranza. Veinte veces le intenté convencer de que lo que el novelista vasco había creado era un personaje ficticio, pero no había manera, él defendía que todo el mundo sabía que el farero de la novela era él, y él nunca se había dado a la bebida.
Con su diccionario de topónimos. Foto: Rubén Acosta.
Cuando desde Ediciones Remotas nos planteamos publicar sus textos (con más de 80 años todavía nadie había editado un solo libro de su autoría única), muchos nos advirtieron que la tarea sería muy difícil. En realidad, resultó fácil y entretenida, siempre y cuando se respetara las ideas el autor. Así de sencillo. Era un espectáculo ir a verlo a su casa de Valterra. Varias veces fui con mi mujer, de doble nacionalidad, y le hablaba en inglés y en alemán, para luego comentarme los progresos con su propio idioma, el “esperlingua”, y los libros en los que estaba enfrascado. Por cierto, deja al menos otros cuatro o cinco libros sin publicar…
Pallarés fue la personificación de Alegranza. Su carácter tenía mucho de islote puro, semi inaccesible y de belleza tan salvaje como excesivamente intensa. Aunque pensándolo bien, Agustín Pallarés Padilla ejerció sobre todo de faro humano, de guía para los que no se conforman con respuestas fáciles, de luz de referencia para las personas que buscan un compromiso serio respecto al conocimiento.
Aunque era agnóstico, no puedo dejar de imaginármelo refutando y discutiendo todos los argumentos de su juicio final con el dios que la haya tocado. Hasta siempre don Agustín, no pare de rebatir ideas con las que no esté de acuerdo.
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