PREMIO DE PERIODISMO Y ENSAYO MANOLO DE LA HOZ

El derecho a la Isla

Territorialidad y democracia en la configuración del movimiento ecologista canario (1979–1992)

Juan Manuel Brito 0 COMENTARIOS 14/12/2025 - 08:03

Desde finales de los años setenta, el movimiento ecologista canario se fue configurando como el movimiento social más dinámico e influyente de la historia reciente de las Islas. Esta relevancia política del ecologismo ha tenido que ver, sin duda, con su estrecha relación con las profundas transformaciones del territorio insular derivadas del modelo turístico. Pero a lo largo de este periodo, el ecologismo no se ha limitado a denunciar los impactos ambientales del crecimiento económico, sino que, también, ha articulado un discurso político que vincula la defensa del territorio con la exigencia de democratización. Es desde esa doble dimensión -territorial y democrática- desde donde podemos comprender e interpretar su configuración y su relevancia histórica como actor político clave en la dinámica política canaria contemporánea.

El concepto de territorialidad nos permite entender el ecologismo canario no solo como una reacción conservacionista ante la destrucción ambiental, sino como una forma de reapropiación política del espacio. Así, frente a la colonización del territorio y la progresiva turistificación iniciada en los años sesenta, los colectivos ecologistas reivindicaron el derecho de las comunidades a decidir sobre su entorno, resignificando el espacio vivido -la isla- como espacio político. La defensa del territorio y el derecho a la naturaleza se transformaron así en prácticas de resistencia y en experiencias de participación democrática, que afectaron a amplios sectores de la sociedad, sedimentando en las mentalidades colectivas, moldeando una “estructura de sentimiento” en torno a la defensa del territorio/isla.

Este ensayo analiza el periodo de surgimiento y configuración del ecologismo canario como movimiento social, destacando cómo esa trayectoria sentó las bases de un proceso de construcción de una nueva territorialidad y de una cultura cívica canaria. La hipótesis central sostiene que fue durante el periodo de surgimiento y articulación del movimiento ecologista canario cuando se sentaron las bases sociales, políticas y culturales que lo convirtieron en un actor político relevante en la dinámica política canaria. Así, la colonización del territorio y la progresiva turistificación actuaron como motores de conflictividad socioambiental y catalizadores políticos de malestares diversos, generando tanto las condiciones materiales para la protesta ambiental como el marco simbólico sobre el que el ecologismo canario construyó su identidad colectiva y ganó influencia social y política.

Los colectivos ecologistas reivindicaron el derecho a decidir sobre su entorno

Esta interpretación parte de la base de una amplia investigación que integra dos niveles complementarios. Por un lado, un enfoque histórico que rastrea los orígenes y la evolución del movimiento ecologista canario, sus fases organizativas y sus impactos políticos; por otro el análisis de más de 500 acciones colectivas desarrolladas por el movimiento ecologista entre 1969 y 1992, que permite identificar patrones de movilización, escalas territoriales y repertorios de acción. La combinación de ambas perspectivas nos permite comprender cómo el ecologismo canario se configuró en torno a una nueva relación entre territorio, poder y ciudadanía. En definitiva, se trata de explorar cómo la defensa del territorio se convirtió en el núcleo de una política democrática alternativa, en la que la participación y el control social sobre el desarrollo se plantearon como condiciones indispensables para la sostenibilidad y la justicia ambiental.

Colonización del territorio, turistificación y democratización limitada. La emergencia del movimiento ecologista debe situarse en el contexto de la gran transformación del metabolismo social canario, como consecuencia de que supuso la implantación acelerada del modelo turístico de masas del archipiélago. Desde los años sesenta, y en apenas tres décadas, Canarias pasó de un modelo agrario-exportador a una economía terciarizada, dependiente del turismo y la construcción. El cambio fue vertiginoso: en 1960 la agricultura empleaba al 54 por ciento de la población activa y aportaba el 32 por ciento del PIB; en 2008, el sector servicios concentraba el 79,6 por ciento del empleo y el 73,9 por ciento del PIB. El turismo se convirtió en el eje del desarrollo insular y en el principal configurador del espacio. Entre 1974 y 1990, los visitantes pasaron de 1,5 millones a 5,6 millones anuales, generando una expansión urbanística sin precedentes.

En apenas tres décadas, Canarias pasó a depender del turismo y la construcción

Este proceso tuvo consecuencias profundas. La urbanización intensiva del litoral, la privatización de recursos básicos -especialmente el suelo y el agua- y la degradación de ecosistemas frágiles evidenciaron desde sus inicios el carácter depredador del modelo. Pero, la turistificación no fue solo un fenómeno económico o espacial, sino también político, ya que no podemos obviar que se trató de un proyecto de modernización autoritaria, primero impulsado por la dictadura franquista, que después fue continuado por los gobiernos autonómicos en democracia. Así, durante el franquismo, la política turística estuvo subordinada a los intereses de determinados grupos de poder local en connivencia con el capital extranjero, sin apenas regulación ambiental. Con la democracia y la creación del Estado autonómico, el modelo se mantuvo intacto, aunque revestido de legitimidad democrática institucional. La aprobación de leyes ambientales -como la Ley de Espacios Naturales (1987) o la Ley de Planes Insulares de Ordenación (1987)- respondió más a la presión social que a una planificación ecológica real. En muchos casos, estas normas llegaron cuando los procesos urbanizadores ya eran irreversibles, y coexistieron con políticas de promoción turística que seguían expandiendo las fronteras de la colonización territorial.

Por otro lado, la nueva institucionalidad autonómica, lejos de abrir un espacio efectivo de participación, consolidó un modelo de democracia representativa limitada. La ausencia de mecanismos de consulta y deliberación pública generó una brecha entre ciudadanía e instituciones. La gestión del territorio se convirtió en un campo cerrado, dominado por los partidos, por los técnicos especialistas de las instituciones y por las élites económicas, mientras los conflictos ambientales se canalizaban, cada vez más, a través de la movilización social.

La turistificación, en este sentido, actuó como una doble fuerza: por un lado, desestructuró el territorio, subordinándolo a la lógica del mercado; por otro, reveló los límites de la democracia representativa. Fue precisamente en ese cruce -entre la crisis ecológica y los déficits democráticos- donde comenzó a gestarse el ecologismo canario como movimiento social. La defensa del territorio emergió entonces como una forma de democratización cívica, una práctica de reapropiación colectiva del espacio y de contestación ciudadana al poder político y económico.

Emergencia y configuración del movimiento ecologista canario (1979–1987): defensa del territorio y democratización cívica. El ciclo de movilizaciones que dio lugar al movimiento ecologista canario entre 1979 y 1987 debe entenderse como una respuesta a las tensiones generadas por la turistificación y el déficit democrático en la gestión del territorio. Frente a un proceso de urbanización intensiva, dirigido por las élites económicas e institucionales, los colectivos ecologistas emergieron como experiencias ciudadanas de reapropiación del territorio. En este sentido, la defensa de la naturaleza se transformó en un acto político: el derecho a la Isla, es decir, una afirmación del derecho de la comunidad canaria a decidir sobre el uso y gestión del territorio y la desmercantilización del espacio común.

La turistificación en Canarias fue un proyecto de modernización autoritaria

Aunque los antecedentes del movimiento ecologista canario se remontan a los primeros años setenta, con la creación de la Asociación Canaria de Amigos de la Naturaleza (ASCAN, 1970) y la Asociación Tinerfeña de Amigos de la Naturaleza (ATAN, 1971), estos grupos se movían aún dentro del paradigma conservacionista clásico, centrado en la protección de hábitats y especies. Sus acciones resultaron pioneras, pero no cuestionaban las bases políticas y económicas del modelo de desarrollo de la dictadura franquista. No fue hasta 1975 cuando se produjo la primera confrontación directa, cuando un centenar de personas, miembros de los grupos de montañeros de Gran Canaria, naturalistas y “amigos de la naturaleza” boicotearon en Tamadaba el inicio de las obras de un hotel en este espacio natural, con la consiguiente represión de las autoridades a algunos de sus miembros más destacados.

Sin embargo, el salto cualitativo se produjo a partir de 1979. En el ciclo de movilizaciones que se produjo durante la transición democrática, se comenzó a configurar un nuevo ecologismo social y popular, compuesto principalmente por jóvenes, estudiantes, docentes, trabajadores del sector público y activistas vecinales, que encontraban en la defensa del territorio un terreno común para la acción colectiva. La primera manifestación ecologista multitudinaria se produjo en Las Palmas de Gran Canaria el 8 de abril de 1979, cuando, convocadas por el colectivo ecologista Magec, 5.000 personas recorrieron las calles de la ciudad demandando una amplia gama de medidas de justicia ambiental, y abriendo un ciclo de movilizaciones socioambientales que se expandiría por el conjunto del archipiélago.

El fenómeno de expansión del ecologismo canario fue rápido y extenso. Entre 1979 y 1987 hemos podido identificar 95 colectivos ecologistas activos en las siete islas, con una notable concentración en Gran Canaria (50) y Tenerife (21), pero también con presencia en Fuerteventura (7), Lanzarote (7), La Palma (6), La Gomera (2) y El Hierro (2). Este despliegue insular muestra la capilaridad del movimiento y su enraizamiento local, en el que la Isla se convirtió, simultáneamente, en objeto de defensa y en espacio de organización.

Así, el movimiento ecologista canario que se configuró a lo largo de los años ochenta fue, en gran medida, un movimiento de territorialidades insurgentes. La acción colectiva se desplegó en torno a lugares concretos -playas, barrancos, montes, espacios naturales- que eran resignificados como espacios de ciudadanía. En ellos, la práctica de la defensa ambiental se transformaba en una forma de democratización concreta, basada en la acción directa, la deliberación colectiva y la autogestión. Varias campañas fueron significativas en este sentido: Salvar el Malpaís de la Corona (1981), Salvar Papagayo (1986), en defensa de la playa de Los Pocillos y del uso público del Islote del Francés (1988), en Lanzarote; en defensa de las Dunas de Corralejo (1981) en Fuerteventura; Salvar Veneguera (1984), en Gran Canaria; en defensa de Malpaso (1986), en El Hierro; Salvar El Rincón (1986), en Tenerife; en oposición a la urbanización turística de Los Cascajos y Puerto Naos (1987), en La Palma; o las campañas contra los vertidos radioactivos nucleares, en Gran Canaria y Tenerife (1984)...

En muchos casos, las normas llegaron cuando la urbanización ya era irreversible

La enorme expansión territorial de la protesta queda reflejada en el siguiente dato: 60 de los 87 municipios canarios del momento albergaron algún tipo de protesta ambiental. El 40 por ciento de los eventos de protesta tuvo lugar en 55 municipios, entre los que destacan los municipios en los que se producen una mayor colonización del territorio por la actividad de la construcción vinculada al turismo, como La Oliva, Tías, Pájara, Mogán, Haría, San Bartolomé de Tirajana o Teguise, que conjuntamente acogieron el 11 por ciento de las protestas.

Estas campañas ecologistas promovieron una idea de territorialidad que no solo respondía a la destrucción física del espacio, sino también a su desposesión simbólica. La turistificación desde sus inicios había ido mercantilizando el territorio al convertirlo en paisaje de consumo. Los colectivos y plataformas ecologistas lo reclamaron, devolviéndole su condición de bien común y de soporte de la vida colectiva isleña. La movilización en defensa del territorio fue, por tanto, una manera de reintroducir la política -entendida como conflicto y deliberación- en un espacio que las instituciones habían reducido a objeto técnico de planificación o inversión.

Otra característica relevante de este ecologismo social canario fue su imaginación política y su capacidad creativa. Los repertorios de protesta fueron variados e innovadores, incluyendo hasta 24 modalidades, entre 1979 y 1992. A las manifestaciones, concentraciones, peticiones a las autoridades y campañas de recogidas de firmas se sumaron ocupaciones simbólicas, pintadas de murales, happenings, acciones expresivas, actos de desobediencia civil no violenta, etc. Estas formas de acción -visibles, festivas y pedagógicas- combinaban la denuncia con la creación de nuevas formas de sociabilidad cultural y política, y permitieron conectar con amplios sectores de la población y ampliar su legitimidad social. Los partidos políticos mostraron mayoritariamente una actitud distanciada, e incluso, algunos, de oposición frontal, pero una parte importante de la ciudadanía empezó a percibir el ecologismo como una herramienta de defensa del interés general frente al abuso institucional. Los medios de comunicación comenzaron a dar cobertura a las protestas ambientales, y la figura del activista ecologista -lejos de ser marginal- empezó a ser identificada por una parte significativa de la sociedad como un representante de los intereses de la comunidad frente a los poderes políticos y económicos insulares.

Aunque la mayoría de las movilizaciones de este periodo tuvieron un alcance local o insular, el movimiento ecologista se fue configurando en torno a una identidad común desde sus inicios. La multiplicidad de conflictos generó redes informales de apoyo, intercambios de experiencias y contactos entre colectivos y activistas de diferentes islas. En ese tejido interinsular -todavía frágil, pero activo- comenzó a forjarse la idea de un movimiento ecologista canario, con identidad propia y vocación de permanencia. Entre 1979 y 1987 se impulsaron múltiples espacios de coordinación y encuentros formales entre grupos ecologistas de carácter comarcal e insular, celebrándose en 1981 un primer encuentro ecologista regional, en Fuerteventura.

Primera manifestación ecologista multitudinaria, con unas 5.000 personas, en Las Palmas de Gran Canaria en 1979.

La articulación del movimiento ecologista (1987–1993): de la fragmentación a la coordinación federativa. Tras casi una década de expansión insular y de luchas locales dispersas, el ecologismo alcanzó la madurez organizativa necesaria para consolidarse como un actor colectivo de ámbito autonómico. Este tránsito -de la fragmentación a la coordinación federativa- no fue únicamente un proceso organizativo, sino también simbólico y político: supuso la creación de una geografía alternativa del poder ciudadano, una nueva manera de entender el territorio desde la democracia de base.

La defensa del territorio emergió como democratización cívica

El punto de partida de este proceso de articulación organizativa lo podemos situar en las I Jornadas Salvar Canarias, que se realizaron en la Universidad Laboral de Las Palmas de Gran Canaria, del 16 al 19 de abril de 1987, organizadas por la Coordinadora Salvar Veneguera y que contaron con una amplia y plural representación de colectivos y activistas ecologistas de todas las Islas, que jugarían un papel clave en el movimiento ecologista canario, en los años siguientes.

A partir de ahí, se produjo una aceleración del proceso de articulación organizativa. Así, en 1989 se constituyó la Asamblea del Movimiento Ecologista Canario. La AMEC surgió en un contexto de auge de la conflictividad ambiental, cuando los impactos del crecimiento turístico eran ya evidentes y los límites del marco institucional comenzaban a ser percibidos como estructurales. Entre febrero de 1989 y junio de 1990, se celebraron cinco encuentros de la AMEC, en la que llegaron a participar 41 colectivos ecologistas.

La AMEC no fue una organización jerárquica, sino un espacio de encuentro horizontal, donde los colectivos compartían experiencias, y diseñaban estrategias y campañas comunes, cuyo funcionamiento se basaba en el consenso, la rotación de sedes y la autonomía insular. Esta dinámica organizativa expresaba una nueva forma de territorialidad política: un “archipiélago de resistencias conectadas”. Cada grupo mantenía su identidad local -su anclaje en un conflicto concreto o en una realidad insular específica-, pero reconocía la necesidad de actuar de manera coordinada frente a un modelo turístico que operaba a escala autonómica. En este sentido, la AMEC representó la primera institucionalización de la cooperación interinsular como forma de poder ciudadano.

La defensa de la naturaleza se transformó en un acto político: el derecho a la Isla

La experiencia de la AMEC desembocó en la constitución de la Federación Ecologista Canaria Ben Magec, que fue concebida como la herramienta organizativa estable del movimiento. Ben Magec reunió a buena parte de los colectivos ecologistas bajo una estructura flexible pero coordinada, con el objetivo de fortalecer la voz del ecologismo ante las instituciones públicas y los medios de comunicación. Su carácter federativo evitó la centralización y preservó la autonomía local, al tiempo que permitió articular campañas conjuntas, como la defensa de los espacios naturales protegidos o la denuncia de los planes de urbanización en zonas costeras. Sin embargo, Ben Magec representó mucho más que una plataforma organizativa: se constituyó como la organización histórica del movimiento, en tanto que su creación fue el resultado de un proceso de articulación estratégica enraizada en la deliberación y la cooperación de los distintos actores del movimiento.

Con la constitución de Ben Magec la escala de la movilización también se amplió. Si en la etapa anterior predominaban los conflictos locales, en esta fase las protestas adquirieron dimensión insular y, en algunos casos, autonómica. Las campañas de defensa de los espacios naturales o de rechazo a proyectos de grandes infraestructuras (como puertos, autovías o urbanizaciones en áreas protegidas) se convirtieron en símbolos compartidos. El movimiento aprendió a construir territorio político mediante la coordinación de conflictos diversos, integrando demandas locales en una narrativa común sobre el derecho a la naturaleza y el derecho de la comunidad canaria a decidir colectivamente el futuro de las Islas. Su territorialidad no era solo física, sino simbólica: una forma de producir identidad cultural y comunidad política desde la acción colectiva, redefiniendo la identificación entre ciudadanía y territorio.

Jornadas ecologistas Salvar Canarias, en 1987.

Los impactos del movimiento ecologista canario: ambientalización de la política y socialización ambiental. Valorar los impactos de un movimiento social no es algo que esté directamente relacionado con sus éxitos o fracasos en relación con sus objetivos explícitos. Partiendo de esta consideración, podemos valorar cómo, entre 1979 y 1993, el movimiento ecologista canario no solo resistió los efectos destructivos del modelo turístico, sino, sobre todo, produjo una transformación profunda en la dinámica política y en el valor del territorio como vector de la identidad cultural isleña. Su acción combinó dimensiones políticas, culturales y éticas, dando lugar a un proceso de repolitización del espacio que excedió los marcos tradicionales de la acción institucional.

La defensa del territorio se convirtió en un lenguaje común, en una forma de nombrar los límites y los malestares sociales del modelo económico y, al mismo tiempo, en una vía para experimentar nuevas formas de democracia de base ciudadana. En ese doble plano -político y cultural- se situaron los principales impactos del ecologismo canario.

Entre 1979 y 1987 se identifican 95 colectivos ecologistas activos

El más destacable de estos impactos políticos fue la ambientalización de la política canaria, entendida como la incorporación del medio ambiente al centro del debate público y de la agenda institucional. Este cambio no fue resultado de una decisión gubernamental, sino del efecto de decisiones estratégicas del movimiento, que tuvieron la capacidad para canalizar, a través de la cuestión ambiental y el derecho a la naturaleza, malestares y conflictos sociales más amplios. De este modo, la socialización de las cuestiones ambientales facilitó la conformación de una nueva identidad colectiva, más amplia que la de los grupos activistas, que sirvió de base para su amplia legitimidad social y política.

Durante los años ochenta, la persistencia del movimiento obligó a los partidos a pronunciarse sobre cuestiones hasta entonces marginales: la ordenación del territorio, la conservación del litoral, la gestión del agua o la regulación del turismo. Las leyes aprobadas bajo el Pacto de Progreso (1985–1987) -entre ellas, la Ley de Espacios Naturales y la Ley de Planes Insulares de Ordenación- reflejaron esa presión social, aunque de manera parcial y ambigua. Sin embargo, la ambientalización de la política no se limitó a la legislación: afectó a la forma de pensar la política. Las instituciones se vieron compelidas a reconocer la existencia de un actor social autónomo, con legitimidad propia y amplios apoyos sociales, que hablaba en nombre del interés público y del futuro colectivo. El movimiento ecologista canario logró situar el territorio como objeto de conflicto político y no solo como recurso económico, desplazando la frontera de lo debatible dentro del sistema político.

Por otro lado, el movimiento ecologista canario también dejó una huella duradera en el plano social y cultural. La defensa del territorio adquirió un significado identitario que trascendió la dimensión ecológica. Los espacios amenazados -playas, barrancos, montes, reservas- se convirtieron en lugares de memoria colectiva, símbolos de resistencia y de pertenencia. Las campañas en defensa del territorio fueron experiencias de intensa construcción simbólica, basadas en la idea de bien común, vinculado a la historia, la identidad y la dignidad de la comunidad canaria.

En los años 80 fue un movimiento de territorialidades insurgentes

Este proceso facilitó una nueva sensibilidad social hacia el territorio: una conciencia ecológica de carácter cívico, que conectaba la idea de naturaleza con la de ciudadanía. La naturaleza dejó de ser un objeto distante y se transformó en un elemento constitutivo del sujeto político canario. La territorialidad, en este sentido, se convirtió en una forma de identidad cultural de base democrática, orientada hacia el futuro. Desde entonces, defender el territorio, en el caso canario, ha significado defender la posibilidad misma de una Canarias más democrática.

En el momento actual, en el que buena parte de la sociedad canaria cuestiona el modelo turístico y se ha manifestado masivamente demandando límites y cambios profundos en su orientación, conviene resaltar que esa articulación entre territorialidad y democracia, entre el derecho a la Isla y el derecho a decidir, constituye el núcleo más profundo y vigente del movimiento ecologista canario, explicando su relevancia en la historia reciente de Canarias. En un tiempo marcado por la crisis climática global, la experiencia del movimiento ecologista canario y sus impactos, reaparecen como una memoria política y cultural que nos interpela e invita a repensar la relación entre sociedad, naturaleza y democracia.

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