Colombia, estallido social y represión
La gente estaba, y está hasta los mismísimos, salió a la calle, y cañonazos, sonaron los cañonazos. Las protestas multitudinarias por toda Colombia y fuera de sus fronteras no pueden ser entendidas como una mera reacción de la noche a la mañana en rechazo a una reforma tributaria que pretendía golpear a la población con el 19 por ciento de IVA a servicios públicos y servicios funerarios, entre otros, y que ponía además el foco de su ambición recaudatoria en el cobro de impuestos a la renta a personas con sueldos ínfimos.
De hecho, el presidente, Iván Duque, del derechista partido Centro Democrático, retiró el pasado 5 de mayo el proyecto de reforma por la presión de las masas, y las movilizaciones no han cesado desde que empezaron el 28 de abril.
Las redes están plagadas de documentación visual y audiovisual sobre las protestas y la represión de la Policía y el Ejército nacional que deja cerca de 40 muertos civiles y cientos de heridos, muchas de esas agresiones registradas en vídeos con durísimas escenas que enseñan la desproporción militar ordenada desde cómodos despachos. El Instituto de Estudios para la Paz (Indepaz) asimismo registra el preocupante dato de más de 500 personas desaparecidas.
La prensa internacional se hace eco de la situación, en menor o mayor medida, y los medios de comunicación del país vendidos al desgobierno les queda jodido ocultar la horda de violencia oficialista que muestra la debilidad de un “líder” que tiene que tirar de balas. No es la primera vez que hay represión y muertos durante su mandato.
Conozco muy bien la situación de Colombia, así que repasando tan solo algunos de los crueles antecedentes, soy de los que opino que el estallido social hasta tardó en llegar, siempre rechazando actos de vandalismo que están fuera de lugar.
Para disgusto de mi familia, por ser un asunto muy delicado que tiene sendos buitres detrás, expuse hace un par de meses en este mismo espacio de opinión que las investigaciones en Colombia de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) habían desvelado que el número de personas inocentes asesinadas por miembros de las Fuerzas Armadas para ser presentadas como bajas de la guerrilla en combate, entre 2002 y 2008, no era de 2.248 víctimas, como aseguraba la Fiscalía, sino que los muertos a cuenta de esta siniestra práctica militar conocida como ‘falsos positivos’ ascendían a 6.402. Años de gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez, líder indiscutible del Centro Democrático que maneja a su antojo como cualquier marioneta al subpresidente Duque.
La gente tampoco olvida que Uribe, alias ‘Matarife’, tiene decenas de procesos ante la Justicia por presuntos delitos de nexos con el paramilitarismo, espionaje, masacres y compra de votos en la última campaña electoral que llevó a la presidencia a su Duque.
La gente no olvida que una de las artífices condenada del entramado de compra de votos en el Caribe colombiano, la ex senadora Aida Merlano, estando presa en una cárcel de Bogotá, protagonizó una fuga cinematográfica cuando salió de prisión custodiada a una supuesta consulta privada con el dentista y se tiró por la ventana de un edificio descolgándose con una cuerda para luego ser recogida por un motorista en la calle sin que sus “vigilantes” pudieran detectar el hecho.
La gente no olvida que en la región norte de La Guajira, rica por sus recursos de carbón y gas natural y su potencial productivo de energía eólica, además de exuberante por su belleza paisajística, murieron, en tan solo 8 años, 4.770 niños por desnutrición, de física hambre. Suceso que no hace falta que la Corte Constitucional lo haya tildado de “auténtica barbarie”.
Este marzo pasado, fue sentenciado a 19 años de prisión el expresidente de la Corte Suprema de Justicia, Francisco Ricaurte, por pertenecer al famoso Cartel de la Toga, una red criminal de sobornos integrada por magistrados y abogados que recibieron fuertes sumas de dinero de la élite política a cambio de fallos en la Sala Penal en favor de sus intereses.
Todos hechos deleznables ocurridos antes de la pandemia del covid-19, que ha irritado más a la población por el aumento del desempleo, el hambre galopante reconocido en sus números por el Departamento Nacional de Estadística (DANE), la desigualdad o la falta de atención debida por un sistema sanitario privatizado y excluyente. La degradación social de Colombia fraguada desde hace más de cuatro décadas crece sin límites, como crece la indignación y el hartazgo que abren puertas al activismo que hoy abanderan sobre todo los jóvenes.
En 2019 ya hubo una fuerte movilización indígena multiplicada en octubre de 2020, en plena pandemia. La Minga Nacional movilizó a pie a cerca de 8.000 indígenas desde distintos puntos del país que se plantaron frente a la casa presidencial en Bogotá exigiendo atención social, reformas agrarias, inclusión y fin a las muertes oscuras de líderes comunitarios. Minga, qué palabra tan sonora y de profundo significado de resistencia y reivindicación de los pueblos, encarna ahora la movilización general.
Colombia es hoy una Minga rebelde multicultural y multiétnica que exige respuestas creíbles a problemas estructurales que a estas alturas son imposibles de negar. Parece insuficiente la propuesta de diálogo del presidente sin la mediación de organismos internacionales. Al pueblo mil veces engañado es difícil suplicarle confianza.
Apelo al lenguaje garciamarquiano para decir que ni el uribismo ni sus secuaces en Latinoamérica y en Europa, que los tiene, partidos políticos españoles incluidos que son internacionalistas y portavoces del respeto a los derechos humanos cuando les conviene, y que ahora ni se les oye ni se les espera, pueden tapar con mierda la triste realidad. Colombia se despojó del miedo al covid y el miedo a la represión para cantar verdades como puños. La reforma tributaria fue apenas la gota que rebosó el vaso. Esta es mi protesta desde Lanzarote, desde Canarias.
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